martes, 10 de agosto de 2010
El asesino desorganizado
Hace aproximadamente unos cuatro días, me tropecé en un pasillo de mi casa con un ratoncito gordo y lento, que corretee, no precisamente para darle la bienvenida, luego de unos segundos logre alcanzarlo y… y lo pise fuertemente en su cabeza, la sangre se desparramo escandalosamente por el piso blanco y, soy sincero en el mismo momento, no sentí el más mínimo remordimiento, sino todo lo contrario, un flujo de adrenalina fluyo por mi cuerpo como cuando uno corre pero por su vida, además esta iba acompañada de una sensación muy extraña de supremacía y placer. No lo asesine para comerlo como seguramente lo haría un felino, pues el pobre estaba muy bien alimentado, si no simplemente para extinguirlo, pues en nuestra cultura es una plaga que hay que eliminar y nadie me va ha dar cadena perpetua por eso. No obstante, esa sensación me recordó algo que leí hace ya algún tiempo y por eso lo traigo a colación en este post, un artículo de Marco Aurelio Denegri quien salió de la televisión peruana para plantear un DEBATE, una teoría atrevida:, pues luego de reflexionar lo que me sucedió, no sólo me sentí como un animal despiadado y cruel, sino también como un hombre muy entupido.
El autor plantea: “El hombre camina a paso acelerado hacia su extinción… por su inevitable estupidización. ¿Qué es el hombre? -se pregunta el autor- ¿Un ser creado a la imagen de Dios? ¿A la del Diablo cuando Dios se descuidó? ¿Es homo sapiens u homo stupidus? Quizá la especie humana no sea más que un espantoso error biológico que concibió una única especie que no sabe convivir y que mata a sus congéneres cada veinte segundos”.
Para mí, un verdadero placer presentarles este escrito lleno del sarcasmo típico de Denegri, a quien admiro por su desinhibida actitud y feroz crítica hacia las obras literarias. Con ustedes…
El asesino desorganizado
Marco Aurelio Denegri
La pérdida de los controles instintivos
Niko Tinbergen, científico de renombre mundial, ha dicho que el hombre es un asesino desorganizado, queriendo significar con esto que el hombre carece de las barreras naturales instintivas que impiden al animal matar a sus congéneres. Carencia que lo obliga a la creación de disuasivos -normas, leyes, preceptos y mandamientos-, que no tienen por cierto la eficacia de los frenos e inhibiciones que dio natura al resto de animales.
En el comportamiento agonístico o agonal de los animales, esto es, cuando luchan o pelean (agón, en griego, significa lucha, combate, y por eso dice agonía de la lucha postrera de la vida contra la muerte); repito que en el comportamiento agonístico de los animales, un gesto de sometimiento, de humillación, pone fin a la contienda. No bien reconoce uno de los contendores su derrota, muestra el adversario su punto más vulnerable. Los cuervos y otras aves ofrecen la parte posterior de la cabeza; los perros y los lobos, la garganta. En el mismo instante del ofrecimiento, el vencedor debe interrumpir la lucha, y la interrumpe. Una inhibición propia de su especie le impide dar el mordisco fatal. De esa manera, el más fuerte se impone, pero el más débil sobrevive. El hombre, en cambio, carente de tal inhibición automática, da el mordisco y mata al rival.
La significación de las armas
La pérdida de dicho control, según Lorenz, se debió al uso de las primeras armas, que permitieron al ser humano actuar con rapidez mayor que la del instinto, de modo que la inhibición de matar ya no fue eficaz.
Con el perfeccionamiento de las armas, el hombre pudo matar a distancia y, además, sin ser visto por el enemigo. Pero no sólo eso: pudo matar también -y esto es importantísimo- con impunidad emocional. El asesino que tira, por ejemplo, un misil de un continente a otro, no vive directamente las terribles consecuencias que ocasiona.
Para sentir plenamente, emocionalmente, lo que significa matar, hay que hacerlo sin armas. Si un fin de semana fuésemos a cazar conejos y tuviésemos que matarlos con los dientes y con las uñas, y sintiésemos cómo se defiende el conejo, y cómo le brota la sangre, y todo el esfuerzo que hay que hacer para finiquitarlo a mordiscos, entonces viviríamos realmente, sentiríamos profundamente, lo que es matar. Pero no, nosotros no hacemos eso; vamos con la escopeta y le disparamos a cien metros. Así no sentimos nada.
El camino de la maza a la bomba atómica es en realidad la trayectoria de una desinhibición. Perdido el control instintivo que impide matar al contrincante, surgió la posibilidad de matarlo innecesariamente. El hombre mata por gusto y se complace en ello. También es el único animal que se ensaña, esto es, que se deleita en causar el mayor daño y dolor posibles a quien ya no está en condiciones de defenderse. El hombre, ha dicho Rolf Denker, no puede comportarse como un animal, sino con mayor bestialidad que cualquier animal.
La compulsión de matar
En los primeros ciento cincuenta años de los últimos doscientos, en el Occidente civilizado -supuestamente civilizado-, la principal ocupación del hombre ha sido matar. Cada minuto, un ser humano ha dado muerte a otro ser humano. En los últimos cincuenta años, la pausa entre una y otra muerte violenta se ha reducido a un tercio; es decir que actualmente cada veinte segundos un hombre mata a otro hombre. "El hombre necesita matar, es un ser predatorio. Comenzó haciéndolo, hace millones de años, porque era la única manera de sobrevivir, de comer, de no ser matado. Y ha seguido haciéndolo siempre, en todas las épocas de su historia, de manera refinada o brutal, directamente o a través de testaferros, con puñales, balas, ritos y símbolos, porque si no lo hiciera se asfixiaría, como un pez fuera del agua." (Mario Vargas Llosa, El Lenguaje de la Pasión, 222.).
Según el historiador Eric Hobsbawn, a causa de la violencia intencional desplegada desde 1914 hasta 1990, han muerto 187 millones de seres humanos. (Cf. Manuel Piqueras, Lectura del Siglo XX, 7.) La brutalidad, dice Friedrich Hacker, parece ser el lema de nuestro tiempo. Tanto la aplicación crudelísima de la violencia brutal cuanto la habituación indiferente a la brutalidad como suceso diario, son cada vez más frecuentes. Hasta tal punto que hemos de tenerlas por dolencias, como diría Julián Marías. Considerando, pues, la destructividad, la brutalidad y la estupidez de la especie humana, yo comparto la opinión de Lorenz de que es inútil seguir buscando el eslabón perdido, porque el eslabón perdido somos nosotros.
"Si yo creyera -dice Lorenz- que el hombre es la imagen 'definitiva' de Dios, entonces no tendría mucha confianza en Dios." Habrá que pensar, en consecuencia, como ciertos gnósticos, que a nosotros no nos creó Dios, sino el Diablo, en un momento en que Dios estaba descuidado.
Nuestra incomparable diabolicidad
Somos, pues, diabólicos, y manifestación palmaria de ello es nuestra perseverancia en el error. Bueno fuera, o mejor dicho, no tan malo, que sólo nos equivocásemos; pero no, cometida la equivocación, perseveramos en ella, persistimos en el yerro, en el desatino o despropósito, en la estupidez monda y lironda. Es que no tenemos servomecanismos verdaderamente eficaces; y para enderezar y componer nuestra conducta los necesitamos; porque con la sola razón y las buenas intenciones seguiremos como estamos, desmedrados.
Servomecanismo
Acaso los más de los lectores ignoren lo que es el servomecanismo. Convendrá, pues, noticiarlos al respecto. Dícese servomecanismo del sistema electromecánico que se regula por sí mismo al detectar el error o la diferencia entre su propia actuación real y la deseada. (Servo-, del latín servus, siervo, esclavo, sirviente, es elemento compositivo que entra en la formación de palabras con las que se designan mecanismos o sistemas auxiliares.) En el ser humano, la detección del error o de la diferencia entre la propia actuación real y la deseada, no motiva la corrección, salvo ocasionalmente, y en consecuencia el yerro o el desfase prosigue y la actuación empeora. Pareciera haber en nosotros vocación de peoría y no, como sería menester, ánimo de mejoría.
Suele decirse, repitiendo a Séneca, que es propio del hombre equivocarse ("errare humanum est"); y es cierto; sólo que siempre conviene agregar, como hacían los escolásticos, que es diabólico perseverar en el error ("perseverare autem diabolicum"). La perseverancia en el error es una de las características más detestables del ser humano y una de las más peligrosas. Como decía el fisiólogo francés Charles Richet, estar dotado de razón y ser insensato es algo mucho más grave que no estar dotado de razón. El hombre no es, pues, homo sapiens. ¿Y entonces qué es?
¿Qué es el hombre?
El hombre es un miembro del reino animal, del filum de los cordados, del subfilum de los vertebrados, de la clase de los mamíferos, de la subclase de los euterios, del grupo de los placentarios, del orden de los primates, del suborden de los pitecoides, del infraorden de los catarrinos, de la familia de los hominoides, de la subfamilia de los homínidos, del género homo y de la especie stupidus. "Todos los hombres -decía Mussolini- somos más o menos estúpidos. La cuestión es ser un estúpido ligero.
¡Dios nos libre de los estúpidos pesados!"
Nosotros y los antropoides
"Recientemente -dice José María Cabodevilla, en El Libro de las Manos-, tras un serio estudio comparativo entre el hombre y los antropoides, se ha demostrado que, de un total de 1065 rasgos anatómicos, sólo 312 son exclusivos del hombre, de tal suerte que las semejanzas entre nosotros y los monos antropoides son mayores que las que existen entre éstos y el resto de los monos.
"Tanto ellos como nosotros somos primates, título mucho más insigne que el de simples vertebrados o simples mamíferos, pues 'primates' significa los primeros, los más sobresalientes, los Animales Principales." Si lo que Cabodevilla quiere decir es que tal primacía obedece al hecho de ser nosotros los que hacemos las mayores animaladas, entonces concuerdo plenamente con él. Nadie nos supera, en efecto, en la comisión de burradas. Somos, pues, los Animales Principales. No solamente somos la única especie que no sabe convivir y que mata cada veinte segundos a uno de sus congéneres, sino que estamos empeñados -peligrosísimo empeño- en una creciente destrucción ecológica. La incapacidad convivencial y la homicidiofilia, o mejor dicho, la homicidioerastia, son ciertamente terribles, pero la destrucción de todos los ecosistemas es de una demencialidad estupefaciente.
Presunción firme -muy firme- de Leakey
Richard Leakey, el gran paleontólogo de Kenia, tal vez el paleontólogo más famoso del mundo y cuyos hallazgos han sido sensacionales, ha publicado, en coautoría con Roger Lewin, el libro titulado Los Orígenes del Hombre. Entresaco de esta obra la cita siguiente, que contiene una presunción lamentablemente muy bien fundada y que dice así:
"Quizá la especie humana no sea más que un espantoso error biológico que se ha desarrollado hasta traspasar un punto en que ya no puede prosperar en armonía consigo misma ni con el mundo que la rodea."
A una especie así lo único que le queda es extinguirse.
Esto no es pesimismo ni siniestrosis, como diría Pauwels. Tampoco es catastrofismo. Esto es, sencillamente, la pura verdad. Aunque usted no lo crea.
El autor plantea: “El hombre camina a paso acelerado hacia su extinción… por su inevitable estupidización. ¿Qué es el hombre? -se pregunta el autor- ¿Un ser creado a la imagen de Dios? ¿A la del Diablo cuando Dios se descuidó? ¿Es homo sapiens u homo stupidus? Quizá la especie humana no sea más que un espantoso error biológico que concibió una única especie que no sabe convivir y que mata a sus congéneres cada veinte segundos”.
Para mí, un verdadero placer presentarles este escrito lleno del sarcasmo típico de Denegri, a quien admiro por su desinhibida actitud y feroz crítica hacia las obras literarias. Con ustedes…
El asesino desorganizado
Marco Aurelio Denegri
La pérdida de los controles instintivos
Niko Tinbergen, científico de renombre mundial, ha dicho que el hombre es un asesino desorganizado, queriendo significar con esto que el hombre carece de las barreras naturales instintivas que impiden al animal matar a sus congéneres. Carencia que lo obliga a la creación de disuasivos -normas, leyes, preceptos y mandamientos-, que no tienen por cierto la eficacia de los frenos e inhibiciones que dio natura al resto de animales.
En el comportamiento agonístico o agonal de los animales, esto es, cuando luchan o pelean (agón, en griego, significa lucha, combate, y por eso dice agonía de la lucha postrera de la vida contra la muerte); repito que en el comportamiento agonístico de los animales, un gesto de sometimiento, de humillación, pone fin a la contienda. No bien reconoce uno de los contendores su derrota, muestra el adversario su punto más vulnerable. Los cuervos y otras aves ofrecen la parte posterior de la cabeza; los perros y los lobos, la garganta. En el mismo instante del ofrecimiento, el vencedor debe interrumpir la lucha, y la interrumpe. Una inhibición propia de su especie le impide dar el mordisco fatal. De esa manera, el más fuerte se impone, pero el más débil sobrevive. El hombre, en cambio, carente de tal inhibición automática, da el mordisco y mata al rival.
La significación de las armas
La pérdida de dicho control, según Lorenz, se debió al uso de las primeras armas, que permitieron al ser humano actuar con rapidez mayor que la del instinto, de modo que la inhibición de matar ya no fue eficaz.
Con el perfeccionamiento de las armas, el hombre pudo matar a distancia y, además, sin ser visto por el enemigo. Pero no sólo eso: pudo matar también -y esto es importantísimo- con impunidad emocional. El asesino que tira, por ejemplo, un misil de un continente a otro, no vive directamente las terribles consecuencias que ocasiona.
Para sentir plenamente, emocionalmente, lo que significa matar, hay que hacerlo sin armas. Si un fin de semana fuésemos a cazar conejos y tuviésemos que matarlos con los dientes y con las uñas, y sintiésemos cómo se defiende el conejo, y cómo le brota la sangre, y todo el esfuerzo que hay que hacer para finiquitarlo a mordiscos, entonces viviríamos realmente, sentiríamos profundamente, lo que es matar. Pero no, nosotros no hacemos eso; vamos con la escopeta y le disparamos a cien metros. Así no sentimos nada.
El camino de la maza a la bomba atómica es en realidad la trayectoria de una desinhibición. Perdido el control instintivo que impide matar al contrincante, surgió la posibilidad de matarlo innecesariamente. El hombre mata por gusto y se complace en ello. También es el único animal que se ensaña, esto es, que se deleita en causar el mayor daño y dolor posibles a quien ya no está en condiciones de defenderse. El hombre, ha dicho Rolf Denker, no puede comportarse como un animal, sino con mayor bestialidad que cualquier animal.
La compulsión de matar
En los primeros ciento cincuenta años de los últimos doscientos, en el Occidente civilizado -supuestamente civilizado-, la principal ocupación del hombre ha sido matar. Cada minuto, un ser humano ha dado muerte a otro ser humano. En los últimos cincuenta años, la pausa entre una y otra muerte violenta se ha reducido a un tercio; es decir que actualmente cada veinte segundos un hombre mata a otro hombre. "El hombre necesita matar, es un ser predatorio. Comenzó haciéndolo, hace millones de años, porque era la única manera de sobrevivir, de comer, de no ser matado. Y ha seguido haciéndolo siempre, en todas las épocas de su historia, de manera refinada o brutal, directamente o a través de testaferros, con puñales, balas, ritos y símbolos, porque si no lo hiciera se asfixiaría, como un pez fuera del agua." (Mario Vargas Llosa, El Lenguaje de la Pasión, 222.).
Según el historiador Eric Hobsbawn, a causa de la violencia intencional desplegada desde 1914 hasta 1990, han muerto 187 millones de seres humanos. (Cf. Manuel Piqueras, Lectura del Siglo XX, 7.) La brutalidad, dice Friedrich Hacker, parece ser el lema de nuestro tiempo. Tanto la aplicación crudelísima de la violencia brutal cuanto la habituación indiferente a la brutalidad como suceso diario, son cada vez más frecuentes. Hasta tal punto que hemos de tenerlas por dolencias, como diría Julián Marías. Considerando, pues, la destructividad, la brutalidad y la estupidez de la especie humana, yo comparto la opinión de Lorenz de que es inútil seguir buscando el eslabón perdido, porque el eslabón perdido somos nosotros.
"Si yo creyera -dice Lorenz- que el hombre es la imagen 'definitiva' de Dios, entonces no tendría mucha confianza en Dios." Habrá que pensar, en consecuencia, como ciertos gnósticos, que a nosotros no nos creó Dios, sino el Diablo, en un momento en que Dios estaba descuidado.
Nuestra incomparable diabolicidad
Somos, pues, diabólicos, y manifestación palmaria de ello es nuestra perseverancia en el error. Bueno fuera, o mejor dicho, no tan malo, que sólo nos equivocásemos; pero no, cometida la equivocación, perseveramos en ella, persistimos en el yerro, en el desatino o despropósito, en la estupidez monda y lironda. Es que no tenemos servomecanismos verdaderamente eficaces; y para enderezar y componer nuestra conducta los necesitamos; porque con la sola razón y las buenas intenciones seguiremos como estamos, desmedrados.
Servomecanismo
Acaso los más de los lectores ignoren lo que es el servomecanismo. Convendrá, pues, noticiarlos al respecto. Dícese servomecanismo del sistema electromecánico que se regula por sí mismo al detectar el error o la diferencia entre su propia actuación real y la deseada. (Servo-, del latín servus, siervo, esclavo, sirviente, es elemento compositivo que entra en la formación de palabras con las que se designan mecanismos o sistemas auxiliares.) En el ser humano, la detección del error o de la diferencia entre la propia actuación real y la deseada, no motiva la corrección, salvo ocasionalmente, y en consecuencia el yerro o el desfase prosigue y la actuación empeora. Pareciera haber en nosotros vocación de peoría y no, como sería menester, ánimo de mejoría.
Suele decirse, repitiendo a Séneca, que es propio del hombre equivocarse ("errare humanum est"); y es cierto; sólo que siempre conviene agregar, como hacían los escolásticos, que es diabólico perseverar en el error ("perseverare autem diabolicum"). La perseverancia en el error es una de las características más detestables del ser humano y una de las más peligrosas. Como decía el fisiólogo francés Charles Richet, estar dotado de razón y ser insensato es algo mucho más grave que no estar dotado de razón. El hombre no es, pues, homo sapiens. ¿Y entonces qué es?
¿Qué es el hombre?
El hombre es un miembro del reino animal, del filum de los cordados, del subfilum de los vertebrados, de la clase de los mamíferos, de la subclase de los euterios, del grupo de los placentarios, del orden de los primates, del suborden de los pitecoides, del infraorden de los catarrinos, de la familia de los hominoides, de la subfamilia de los homínidos, del género homo y de la especie stupidus. "Todos los hombres -decía Mussolini- somos más o menos estúpidos. La cuestión es ser un estúpido ligero.
¡Dios nos libre de los estúpidos pesados!"
Nosotros y los antropoides
"Recientemente -dice José María Cabodevilla, en El Libro de las Manos-, tras un serio estudio comparativo entre el hombre y los antropoides, se ha demostrado que, de un total de 1065 rasgos anatómicos, sólo 312 son exclusivos del hombre, de tal suerte que las semejanzas entre nosotros y los monos antropoides son mayores que las que existen entre éstos y el resto de los monos.
"Tanto ellos como nosotros somos primates, título mucho más insigne que el de simples vertebrados o simples mamíferos, pues 'primates' significa los primeros, los más sobresalientes, los Animales Principales." Si lo que Cabodevilla quiere decir es que tal primacía obedece al hecho de ser nosotros los que hacemos las mayores animaladas, entonces concuerdo plenamente con él. Nadie nos supera, en efecto, en la comisión de burradas. Somos, pues, los Animales Principales. No solamente somos la única especie que no sabe convivir y que mata cada veinte segundos a uno de sus congéneres, sino que estamos empeñados -peligrosísimo empeño- en una creciente destrucción ecológica. La incapacidad convivencial y la homicidiofilia, o mejor dicho, la homicidioerastia, son ciertamente terribles, pero la destrucción de todos los ecosistemas es de una demencialidad estupefaciente.
Presunción firme -muy firme- de Leakey
Richard Leakey, el gran paleontólogo de Kenia, tal vez el paleontólogo más famoso del mundo y cuyos hallazgos han sido sensacionales, ha publicado, en coautoría con Roger Lewin, el libro titulado Los Orígenes del Hombre. Entresaco de esta obra la cita siguiente, que contiene una presunción lamentablemente muy bien fundada y que dice así:
"Quizá la especie humana no sea más que un espantoso error biológico que se ha desarrollado hasta traspasar un punto en que ya no puede prosperar en armonía consigo misma ni con el mundo que la rodea."
A una especie así lo único que le queda es extinguirse.
Esto no es pesimismo ni siniestrosis, como diría Pauwels. Tampoco es catastrofismo. Esto es, sencillamente, la pura verdad. Aunque usted no lo crea.
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